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Víctor Hugo, el dramaturgo que animó a bombardear el Teatro Gayarre de Iruñea

En el verano de 1843, el escritor francés Víctor Hugo realizó un viaje por Euskal Herria que plasmó en su libro ‘Los Pirineos’. Durante su estancia en Iruñea se sucedieron las satisfacciones y las decepciones. Entre estas últimas, destacan la fachada de la catedral y el Teatro Gayarre, entonces en construcción, y que recomienda como objetivo «al primer hombre de juicio que bombardee» la ciudad.

El Teatro Gayarre, a comienzos del siglo XX, cuando su fachada daba todavía a la plaza del Castillo. (FOTOTECA DE NAFARROA)
El Teatro Gayarre, a comienzos del siglo XX, cuando su fachada daba todavía a la plaza del Castillo. (FOTOTECA DE NAFARROA)

Hugo permaneció en Iruñea los días 12 y 13 de agosto, y aprovechó bien el tiempo, ya que visitó infinidad de lugares, de los que deja su particular testimonio en el citado libro. En general, se llevó una impresión muy positiva de Iruñea, ya que señala que «es una ciudad que da más de lo que promete. En las calles algo provoca nuestro interés a cada paso».

Aunque considera que tiene «un extraño aspecto terroso que a primera vista entristece la mirada», esa estampa se ve compensada por «el abigarramiento de las colgaduras, la alegría de los frescos, los grupos de mujeres jóvenes medio asomadas a la calle y charlando por signos de un balcón a otro, los escaparates variados y curiosos de las tiendas, el rumor feliz y el trato continuo en las encrucijadas tienen algo de vivo y radiante».

El escritor tenía un especial interés por visitar la catedral, pero su decepción fue tremenda al contemplar la fachada erigida en el siglo XVIII en sustitución de la original. En su descripción, deja bien patente la patética impresión que se ha llevado. Se explaya en especial con «los dos abominables campanarios». Sobre ellos, añade que «si queréis imaginaros una de estas agujas, figuraos cuatro gruesos tirabuzones sosteniendo una especie de jarrón panzudo y turgente, que está rematado por una de esas vasijas clásicas, vulgarmente llamadas urnas, que parecen haber nacido del maridaje de un ánfora y un botijo. Todo esto de piedra. Estaba encolerizado, ya lo creo». Y desata su rabia concluyendo: «¡Oh amigo mío, que feo es lo feo cuando tiene la pretensión de ser bello!».

Afortunadamente, esa mala impresión no le impidió acceder al interior del templo, donde sí encontró la catedral que estaba buscando. En concreto, señala que le ha «encantado» y que es «un poema grande y bello». Alaba el sepulcro de Carlos III el Noble, del que afirma que «es una adorable tumba del siglo quince, que seria digna de estar en Brujas con las tumbas de María de Flandes y de Carlos el Temerario, en Dijon con las tumbas de los duques de Borgoña o en Brou con las tumbas de los duques de Savoya».

También quedó deslumbrado por el claustro gótico, al que califica de «uno de los más bellos que he visto en mi vida. Todo es bello en este claustro, la dimensión y la proporción, la forma y el color, el conjunto y el detalle, la sombra y la luz».

El edificio del Ayuntamiento también recibe sus elogios al apuntar que es «un edificio pequeño y elegante», con un frontón que está «rematado con leones, campanas y estatuas que constituyen un tumulto divertido para la vista».

En cambio, el que peor parte se lleva en su relato de ‘Los Pirineos’ es el Teatro Gayarre, entonces en construcción en el extremo sur de la plaza del Castillo, de la que dice que «no tiene nada de extraordinario». Califica la obra de «algo horroroso que se asemeja a un teatro y que será de sillares». Y acto seguido, señala contundente que «recomiendo esta cosa al primer hombre de juicio que bombardee Pamplona».

En el siglo XX, el Gayarre fue trasladado a su actual emplazamiento, sin llegar a ser bombardeado, para permitir la creación de la avenida de Carlos III.

Esos días de agosto de 1843, la mitad de la plaza del Castillo estaba «invadida por un colosal andamiaje levantado para unas corridas de toros que ponen a la ciudad en movimiento» y que se iban a celebrar entre los días 18 y 22.

Y deja un retrato de la ciudad en medio de la canícula veraniega apuntando que esos días, Iruñea «está apagada y silenciosa todo el día. Pero cuando el sol se pone, desde el momento en que los cristales y los faroles se encienden, la ciudad despierta, la vida vibra en todas partes, la alegría chispea, es una colmena en movimiento».

Hasta que «a medianoche se hace el silencio y no se oye más que la voz de los serenos que gritan la hora, que, en el momento en que os dormís, estalla en la torre vecina, luego se repite alejada y disminuida en otra torre al extremo de la plaza y luego va debilitándose de campanario en campanario, y se desvanece en las tinieblas».