Pello Guerra
Elkarrizketa
Xabier Morras

«Mi pintura es como cargas de profundidad. Hay algo de desasosiego, de oscuro, muy ligado a mi biografía»

Xabier Morras
Xabier Morras

Más de medio siglo de arte y compromiso. Ese es el bagaje vital de Xabier Morrás, un pintor perfeccionista que no conoce límites y que a través de sus obras, canaliza las duras impresiones de una infancia marcada por la posguerra y por una conquista que ha llevado al lienzo en “Amaiur”, su última gran obra.

La espigada figura de Xabier Morrás irradia la hospitalidad que inunda su casa, en especial el impresionante salón en el que atiende al equipo de 7K. Es una estancia de dimensiones descomunales, cuyas paredes están forradas con algunas de las enormes obras del pintor, una estantería repleta de libros y que en su frente acristalado se abre al paraje circundante de Gorraiz, como si la naturaleza fuera uno más de sus lienzos.

El cuadro se completa con dos mesas a rebosar de material de trabajo, varios sofás, mecedoras y una mesita en la que aguarda un juego de café acompañado por unas tentadoras galletas. «Lo primero, un cafecito. Te apetecerá, ¿verdad?», señala el anfitrión con esa sonrisa pícara que acompaña el ritual de llenar las tazas con ese suave café americano, «casi una infusión», que no puede faltar en su hogar desde que lo probó durante su estancia en Estados Unidos. Y así, entre humeantes sorbos cafeteros enmarcados por un paisaje otoñal de tonos grisáceos al estilo Morrás, van desfilando los recuerdos de toda una vida por y para el arte.

Usted nació en 1943 en la Iruñea de posguerra.
Vivíamos en un contexto muy violento, con la tristeza de la posguerra. Había mucha violencia en el colegio, en la calle. Pamplona tenía 55.000 habitantes y era una ciudad de curas, con colas de seminaristas, militares y en la que todo estaba prohibido. Además, sufríamos una colonización cultural profunda del imperio español, con Fernando el Católico, que era Dios, e Isabel la Católica, que era nuestra madre. Y también nos colonizaba el cine americano, con sus películas de vaqueros buenos e indios malos, aunque era la única vía de escape que teníamos.

¿Cómo fue su infancia, corriendo detrás de un balón o entre lápices y pinturas?
De chaval era un poco enclenque físicamente, así que rehuía todo deporte de contacto. Sin embargo, desde los 7-8 años ya me gustaba dibujar. Veía una revista, un periódico y copiaba las imágenes. En los Escolapios, que estaba a muy poca distancia de mi casa, porque vivía en la calle Arrieta, los jueves por la tarde eran maravillosos, ya que teníamos clase de dibujo. Eran clases de 60-70 alumnos y no se oía una mosca. Copiábamos láminas con, por ejemplo, la cabeza de un indio o un caballo. Mi compañero de pupitre dibujaba maravillosamente, con una línea fina, preciosa, mientras que yo era torpe y borraba continuamente. Un día le dije lo mucho que me gustaba cómo dibujaba y me aseguró que su hermano mayor lo hacía mejor. Para demostrarlo, me trajo sus dibujos y para mí fueron como si me cayera un rayo. Fueron un mazazo, ya que pensé que jamás podría dibujar algo así. Pero en lugar de desmoralizarme, seguí dibujando, aunque era consciente de mis limitaciones.

Y de hecho, decidió dedicar su vida al arte. ¿Cómo se lo tomaron en casa? Se lo tomaron mal. A mi padre sí que le hacía ilusión que dibujara, porque aunque su familia procedía del medio rural, era relativamente cultivada. Pero él falleció cuando yo tenía 9 años y para mi familia materna y para mi madre, viuda con cuatro hijos, esas inclinaciones artísticas eran terribles por la idea que se tenía del artista, con una vida de pecado e inseguridad económica. Así que cuando me atreví a decir que quería ser pintor, imagínate... Me costó lo indecible, pero lo conseguí.

Con 15 años entró en la Escuela de Artes y Oficios de Iruñea para completar su formación.
Si querías progresar, tenías que ir a Artes y Oficios, donde me volvió ese espíritu de superación para alcanzar a los mejores y con confianza en mí mismo. En la escuela, lo que se enseñaba no satisfacía nuestras aspiraciones, ya que era una visión del arte muy convencional, acomodaticia, con bodegones, paisajitos... Pero siempre puede haber un profesor que te ilumina y ahí estaba la profesora navarra Isabel Baquedano. Tenía 22 años cuando sacó la plaza, era capaz de captar el potencial de cada uno de nosotros y de alguna manera nos apoyaba. Yo le llamé la atención por mi rebeldía, mi furia creativa, mi experimentación con las técnicas, muy transgresor...

Y por su afán por conocer otras formas de entender el arte.
Nos llegaban noticias del mundo del arte de fuera de Pamplona. Con 16 años descubrí a Tapies en un viaje a Barcelona. Me fascinaron esas superficies rasgadas, erosionadas, agujereadas, con una gama cromática muy oscura, y empecé a hacer un seguimiento del arte matérico. También descubrí muy pronto a Francis Bacon a través de alguna revista. Todo por casualidad, de sobresalto en sobresalto. Todo eso abría unos horizontes y tuve claro que debía salir de Pamplona. Me preparé para ingresar en la Escuela de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona, que era más asequible que la de Madrid, aunque también era difícil. Conseguí ingresar, pero yo trabajaba en la Caja de Ahorros de Navarra y mi sueldo era muy importante para la familia. Así que después de haber aprobado, volví a Pamplona buscando otra salida y la opción era conseguir una beca de la Diputación de Navarra, que era para dos años y podías elegir el país al que querías ir. Pero antes tuve que hacer la mili y mientras, seguía investigando, buscando mi vía en el espeso bosque del arte hasta dar con un mundo propio, porque estás influenciado por los pintores que te gustan, pero no eres ninguno de ellos. Esa es una lucha terrible.



Al final consiguió la ansiada beca de Diputación y viajar en busca de otra forma de entender el arte.
La conseguí a la segunda oportunidad, cuando tenía 21 años y medio, y una furia creativa y de experimentación terrible. Aunque quería ir a Estados Unidos, al final fui a Londres porque me fascinaba Bacon. Allí empecé a intuir mi mundo: el choque con la gran ciudad, las arquitecturas, los personajes que veía en las calles. Entonces comencé a ver mi propio camino. Hice una serie de obras que titulé “Serie Londres”, con cuadros con relieves y otros con menos relieves.

Al regresar le esperaba una nueva etapa en su vida también ligada al mundo de la cultura.
Durante mi estancia en Londres, la Caja de Ahorros de Navarra proyectó abrir una sala de cultura. Nombraron como directora a Mari Ángeles Otamendi, pero como yo venía de Londres con un buen currículum y cierto aura, el director de la Caja me puso a trabajar ahí. Quería ir a Nueva York, pero el proyecto era muy atractivo, porque la sala nos ofrecía muchas posibili- dades, ya que lo que se organizaba hasta entonces en otros lugares se quedaba muy corto para nosotros. Con nosotros me refiero a los que queríamos romper con ese modelo muy anclado en las tradiciones y estábamos Juan José Aquerreta, Pedro Osés, Pedro Salaberri, Mariano Royo, la misma Isabel Baquedano... La sala se inauguró con mi serie de Londres y le imprimimos una línea totalmente nueva no por las actividades que programamos, sino por la actitud, ya que en lugar de ser pasivos y esperar a que los artistas solicitaran exponer, pasamos a llamar a la puerta de los artistas para que expusieran. Y así también con escritores, poetas, cantantes, sociólogos, filósofos... Eso en las cajas a nivel del Estado fue algo nuevo.

A pesar del tiempo pasado, todavía se recuerda el carácter rompedor de ese lugar.
Imprimimos una dinámica muy fuerte y la gente joven venía a la sala. Mari Ángeles estuvo un año y me quedé yo al mando. La actividad era frenética, con exposiciones, recitales de poesía, de música, conferencias... Había seis o siete actividades al mes.

Estamos hablando de los años en los que se acuñó el término Escuela de Pamplona.
Invité varias veces a dar conferencias a José María Moreno Galván, que era un crítico muy vinculado a la revista “Triunfo” y que en aquel momento era una persona con gran prestigio en el mundo del arte. En una de sus estancias en Pamplona, visitó varios estudios de artistas y entonces vio que había un grupo de jóvenes cuyas obras figurativas tenían un acento de crítica social. Este hecho le llamó la atención, porque no lo había visto en otros sitios, y acuñó el término de Escuela de Pamplona, que ahí quedó. Es verdad que en aquel momento hubo un cierto espíritu común, pero fue muy puntual y después se diluyó totalmente.

Dentro de esa efervescencia cultural podrían enmarcarse los Encuentros de Iruñea de 1972.
Los Encuentros en realidad los organizó la familia Huarte, que quería hacer algo por Pamplona y como eran mecenas, se les ocurrió celebrarlos. Su gran acierto consistió en encargar la concepción de los Encuentros a dos artistas y no a dos académicos o estudiosos. Los organizadores, además de buscar la modernidad, hicieron algo nuevo, que fue mezclar cosas: traían al cineasta Akira Kurosawa o a artistas conceptuales, lo último del mundo, junto a un partido de pelota. Pero todo concebido de igual manera, sin establecer jerarquías y eso fue fantástico. Mezclaban lo más rabiosamente vanguardista con lo más autóctono y tradicional. Pero también fueron una chapuza, porque había una actitud un poco colonialista cultural por parte de los organizadores. Porque cuando ya estaba todo organizado, vinieron aquí y estuvieron con los artistas locales, como si entonces descubrieran que existíamos. Organizaron una exposición de arte vasco y nos llevaron al Museo de Navarra y no nos dejaron participar en la calle, como a los demás, que disponían de la ciudad a su antojo. También hubo polémica con alguna obra y yo mismo tuve que retirar mi obra de un Cristo amordazado con dos guardias armados. La idea original era que los encuentros hubieran tenido continuidad, hacerlos cada dos años, pero hubo una contestación política y la familia Huarte sufrió un secuestro, y todo se diluyó. Si las instituciones navarras hubieran tenido un mínimo de ilusión, de empuje, de mentalidad creativa, Pamplona estaría ahora en el mapa internacional de la cultura creativa.

Mientras, continuó la actividad cultural en la sala de la CAN.
Estuve dirigiendo la sala 17 años, hasta que un día me dijeron que me tenía que trasladar a una oficina debido a mi posicionamiento político. Había estado catorce meses en la cárcel y cuando salí, me readmitieron al mismo puesto de trabajo, pero conforme el movimiento de HB fue diluyéndose, aprovecharon para enseñarme la puerta.

Entonces es cuando se produjo su paso al mundo de la enseñanza. Inmediatamente me presenté a una plaza de profesor de Bellas Artes en la UPV y he ejercido durante 29 años. Entré con más de 40 años y con una carrera detrás, pero me parecía un reto interesante que lo que has hecho y aprendido revierta en la sociedad de alguna manera. Ha sido una experiencia enriquecedora y muy gratificante estar con gente joven que cada año se renueva. Algunos te miran casi como a una arqueología, porque estamos en el mundo de la tecnocultura y yo les quería enseñar a dibujar a lápiz. Entiendo que eso les chocaba, porque yo también lo he vivido, pero en pintura coexiste el pasado con el presente y el lápiz de grafito con el digital, ya que las técnicas tradicionales tienen una vigencia social y coexisten con las pantallas y las técnicas digitales. A mis alumnos intentaba abrirles el horizonte y le daba mucha importancia a la experimentación con las técnicas buscando en cada alumno la seguridad en sí mismo.

Me imagino que le resultaría especialmente gratificante formar artistas.
Yo entiendo que la creatividad y el concepto de artista son inherentes a todo ser humano, porque la creatividad se manifiesta de formas muy sutiles, como una abuela acariciando a su nieto, que es arte en estado puro. La maquinaria cultural, lo que se repite desde hace siglos en enciclopedias, academias y demás, nos ha destruido en el sentido de que impide que tenga- mos una visión propia de las cosas, una visión primigenia. La persona culta formada está aplastada y renacer de todo eso es un proceso.

Con una carrera de más de cincuenta años a sus espaldas y casi treinta formando a nuevos artistas, ¿cómo ve el panorama del arte en Euskal Herria? La carrera de artista, lo que se entiende por dedicarse a la pintura y demás, es muy dura y complicada, sobre todo si vas a vivir en Euskal Herria, donde existe una masa crítica muy reducida. Además, está la cuestión de que no existen instituciones con creatividad. Si no hay mentes creativas, esas instituciones no pueden serlo y eso lo aplico a todo, al Guggenheim, a todas las instituciones de Euskal Herria en general.

¿Con la Fundación Oteiza pasa algo parecido?
Hay un legado de Oteiza que es posible que en estos años y en los próximos esté en hibernación. Pero, a pesar de ello, ahí está y es patrimonio de la humanidad y uno de los grandes patrimonios de Euskal Herria, y ya nos iremos iluminando con él. Es de mucho calado y hay que ir poco a poco con él, haciendo estudios profundos de su obra y poniéndola en contexto. Y la Fundación Oteiza, en lugar de una especie de museo, debería ser un centro de creatividad a toda marcha y en todos los campos: literatura, poesía, arquitectura, plástica, pensamiento... Un ente vivo de creatividad con pintores, escultores, filósofos... Debería ser una especie de universidad de la creatividad, pero ni el Gobierno de Navarra ni ninguna otra institución llegaría a hacerlo en estos momentos. Por esa falta de creatividad, por ejemplo, no existe un libro blanco de la cultura en Euskal Herria, aunque algún día lo tendremos. No es que sea pesimista, simplemente el panorama es así ahora. Dentro de lo que hay, cada cual intenta aportar su grano de arena, aunque no hay que obsesionarse, porque hay artistas que dicen que si no pintan, se mueren. Y llegan a una especie de locura y se reproducen a sí mismos. Por eso, a veces conviene parar un poco.

Usted mismo hizo una pausa.
Durante diez años dejé de pintar y los dediqué a mi tesis doctoral, en la que estudié la destrucción de las arquitecturas tradicionales rurales de Navarra, las casas de los pueblos. Había que estudiar ese fenómeno, que es irreversible.



También se toma su tiempo a la hora de crear, ya que puede dedicar décadas a un cuadro.
¿Cuándo se termina un cuadro? Nunca. Lo dejo, en parte, porque ya no sé qué hacer, pero no porque me satisfaga plenamente. Soy muy exigente conmigo mismo, porque es una fórmula de autoconocimiento. Todos somos un abismo y vamos profundizando en nosotros mismos, en nuestro yo, y no vemos el final. Pinto desde los 17 años y sé que cosas mejores no voy a hacer y que de mí van a quedar tres, cuatro o cinco obras. Los egos son necesarios hasta los 30-35 años y te abres un camino, pero yo ya no necesito que alguien me diga si soy bueno u horroroso, me da igual. Incluso me hace más ilusión exponer en Gasteiz, en Donostia, en Bilbo o en Pamplona que en Nueva York, porque estoy con mi gente, me saludan, me quieren y me satisface, y lo demás me da pereza. Colgamos las obras en la web y ya las verán.

Ese apego a esta tierra está muy presente en su obra, en la que se mezcla lo más cercano con los lugares que ha visitado en sus viajes.
Mi pintura es profundamente autobiográfica. Pinto lo que he vivido, lo que he conocido de primera mano, mis ensoñaciones, recuerdos, tristezas y alegrías. Nací en el 43 y mi pintura no es hilo musical, no es amable, aunque puede ser un caramelo para los ojos. Mi pintura es como cargas de profundidad. Hay algo de desasosiego, de oscuro, muy ligado a mi biografía. A gente que nació en esa época le dice más cosas que a mi hija de 19 años, que me pregunta a ver cuándo voy a poner color y pintar cosas alegres. Mi pintura le llega más a esa gente de mi edad.

Sin embargo, muchos jóvenes se sienten fascinados por “Amaiur”, su última y monumental obra, que espera terminar para 2022, quinto centenario de los hechos que hicieron famoso a ese castillo y su resistencia.
Mi corazón late con fuerza cuando pienso en ese momento histórico y desde 2005-2006, ya barruntaba que quería hacer algo sobre la historia de Navarra. Es curioso cómo algo tan lejano como la conquista me afecta tanto. Desde que eres niño convives con eso y descubres poco a poco que ha habido un ocultamiento, que nuestra historia está falsificada. Y así como hay unos escritores extraordinarios que están construyendo un corpus muy potente y están indagando y sacando a la luz cosas que se nos ha ocultado, decidí intentar aportar algo como pintor a ese periodo histórico. Podía haber escogido otros episodios de la conquista, como el sitio de Tudela o la batalla de Noain, pero terminé centrándome en Amaiur, porque es un sitio que te despierta unas emociones. Aunque han pasado siglos, está muy vivo.

Es un cuadro que recuerda a otros grandes lienzos de temática histórica.
En ese cuadro me he limitado plásticamente, no he arriesgado mucho. Si no conoces los detalles, alguien podría pensar que es un cuadro del siglo XIX. Hay algún guiño en las manchas abstractas, pero no le he dado todavía un toque contemporáneo. Igual más adelante en otras partes arriesgo más. Quería hacer algo grande y ambicioso, que exigiera subir y bajar de un andamio, y pintar con brocha; donde echar el resto enfrentándome a una composición muy compleja. Es un reto para el pintor. Podemos recuperar esa especie de línea épica en el arte, con grandes formatos y temas de cierta trascendencia. Las técnicas tradicionales tienen vigencia en pleno siglo XXI y quiero demostrar a la sociedad y a mí mismo que es así, porque se puede suscitar una emoción intensa y profunda con esas técnicas.

Usted intenta recuperar nuestra historia y también defiende otro de los grandes patrimonios de nuestro pueblo: el euskara.
Si me emociono con formas, colores y matices de nuestro entorno, cómo no me voy a emocionar con esas joyas sonoras que oía a mi abuela y a mi madre, que no nos transmitió el euskara porque le daba vergüenza. Yo oía esas joyas y vibraba de niño. Así, cómo no voy a defender a muerte que eso permanezca y no muera. La defensa del euskara es uno de mis leitmotiv, como la defensa del arte en Euskal Herria, de la arquitectura tradicional... Y empaquetando todo eso está recuperar nuestra soberanía, lo que nos robaron. Yo soy absolutamente independentista y la herida que nos hicieron con la conquista está ahí y sangra por todas partes. Así que para mí, lo mas importante es recuperar nuestra soberanía. Siento que me han desheredado de algo fundamental, que es mi patria, mi idioma, mi arquitectura y todo lo que eso conlleva, nuestras instituciones, que fuimos un Estado, y quiero que todo eso vuelva; ese es mi objetivo. Si con mi pintura, con mi tesis doctoral, pongo una piedra en la re- construcción del edificio de nuestra patria, ¿qué más se puede pedir? No hay mayor honor que ese.