Aritz Intxusta

Un Euskal Jai de sales de plata

Corría la tercera semana de agosto de hace diez años cuando entraron las excavadoras. Había gente en los tejados y otros habían hundido sus brazos en la pared, para enterrarlas en cemento forjado. Defendían una década de sueños de autogestión y un lugar libre en el corazón de la capital navarra.

Antes y después en el espacio del Euskal Jai.
Antes y después en el espacio del Euskal Jai.

Las excavadoras redujeron a añicos el frontón y el edificio, pese a los búnkeres de hormigón donde los activistas resistían pacíficamente. Días antes, se habían abierto las puertas del edificio a golpe de maza, para convertir el frontón en una plaza llena de flores con la famosa arcada de acero modernista característica del Euskal Jai. Pero el Ayuntamiento no paró hasta dejar tan solo un solar arcilloso con charcos de agua de lluvia, muerto de asco durante meses y, más tarde, aparcamiento. Con el tiempo y millones de euros de dinero público, los charcos crecieron hasta ser piscinas, las vallas de obra engordaron hasta hacerse muros, lo que era público, colectivo y popular pasó a ser de pago y del frontón y el gaztetxe solo quedaron los recuerdos. Ahora, en la calle San Agustín, se levanta un gimnasio con spa bautizado con dos palabras latinas unidas, que suena a nombre culto pero que realmente no significa nada, es mera invención de publicista, al gusto de un Ayuntamiento que quería borrar su pasado y su nombre éuskaro.



Tras el derribo, varios ayuntamientos reclamaron las piedras del frontis del Euskal Jai, un frontón que había nacido 105 antes como uno de los más grandes del mundo. Las querían comprar y que su recuerdo no se perdiera. Pero Yolanda Barcina se mantuvo firme y orgullosa. No vendió, prometiendo usarlas para no se sabe bien qué. A día de hoy, las inmensas losas se aburren en una campa cercana a la Universidad Pública. Nadie se acuerda de ellas. Al igual que ocurre con los mosaicos de la Plaza del Castillo antes del aparcamiento.
 
Como dibujaba Guy Debord en sus extraños mapas que se conocen como derivas, las ciudades funcionan como los seres vivos, van cambiando. Las calles y las plazas viven, duermen, mueren y reviven en función de modas, de gente, de políticas, de bares, locales de ensayo y bibliotecas. Es lo que el filósofo situacionista definía como unidades ambientales, las zonas en las que una ciudad realmente está viva y que están interconectadas entre sí, haciendo que fluya el movimiento social e intelectual. Debord las plasmaba en mapas que no seguían modelos matemáticos, sino donde las casas eran más grandes o más pequeñas según la importancia subjetiva que tenían para el autor del mapa. A vista de pájaro, Alde Zaharra se ha mantenido bastante parecido en los últimos diez años, pero para quienes viven en él, su geografía y sus puntos referenciales se desdibujaron de forma trascendental el día que las excavadoras entraron en ese frontón.



La cultura y los puntos de reflexión política florecen y se marchitan en un determinado lugar y por un determinado periodo de tiempo. La ciudad se rehace y cambia su morfología de ser y pensar por zonas móviles de vida limitada, como si se tratara de los cristales de un caleidoscopio. Y, en lo que fue el gaztetxe Euskal Jai, confluían tantos cristales de distintos colores, que la tonalidad y el brillo conseguido resultaba único. Hoy, prácticamente se ha perdido, de no ser por la memoria.

Un espacio para el encuentro. La demolición del frontón fue un golpe traumático para la ciudad, alteró los flujos de movimiento entre personas, las costumbres de ocio y militancia, así como el modo de percibir la anatomía de Alde Zaharra. También modificó los espacios de relación política, disgregando el movimiento popular por otras sedes, donde los subgrupos tuvieron que buscar refugio cada cual por su cuenta o marcharse al extrarradio. Y mientras, la represión arreciaba y se hacía cada vez más quirúrgica, ensanchando las distancias entre unos y otros, que ya carecían de ese espacio común. O, al menos, ya no lo tenían en su sentido físico.

La demolición del frontón y de todo aquello que albergaba en su interior, se sintió como un triunfo de la Iruñea Occidental, esa que se extiende al Oeste de la Ciudadela y por los ensanches y guarda en la Universidad del Opus su corazón y el cerebro. La ambición de esa otra Iruñea (o, mejor, Pamplona) es interferir en la su otra mitad, colonizarla y convertirla en su espejo. Por su parte, Alde Zaharra y los barrios obreros a pie de Arga están casi indefensos, puesto que no pueden influir en ese otro lado, que mantiene una población de ideología bastante homogénea gracias a que solo los más pudientes pueden acceder a pagar esos precios por metro cuadrado.

El Euskal Jai sigue siendo, a día de hoy, un punto de encuentro de los movimientos sociales, aunque esté construido tan solo sobre los recuerdos comunes que se tienen tanto de las dinámicas que se desarrollaban en el edificio y el frontón ocupado, como por la oleada de actos desobedientes con los que la ciudadanía respondió a la agresión de UPN: manifestaciones, banderas colgando de la fachada del Ayuntamiento, porrazos, pelotas de goma y piedras. Unas protestas masivas que duraron semanas.



Esta impronta que dejaron los actos de rebeldía frente al derribo (y que luego sirvieron de simiente para posteriores intentos de okupación, tanto en la iglesia que hoy día es albergue de peregrinos, como el caso más grave del Palacio del Marqués de Rozalejos, en Nabarreria) también tuvieron su reflejo en el otro lado. La dureza de las cargas policiales acabó por configurar la jerarquía de una Policía Municipal, donde se premiaba a los más violentos, lo que aceleró su proceso de militarización. La mano dura se consolidó como la forma de trato de UPN frente a las formas de pensar disidentes. Las imágenes del jefe de Policía, Simón Santamaría, atándose el zapato con enorme parsimonia sobre el bidón de cemento en el que habían hundido sus brazos dos jóvenes que no paran de chillar, ejemplifican la ruptura del diálogo entre los que mandan en la ciudad y los movimientos sociales que quieren vivir en ella en libertad.

Y, sin embargo, el recuerdo de que no siempre Iruñea fue así sigue muy vivo. Las imágenes de lo que ocurrió esos día junto al hoy aburridísimo spa, desentierran sentimientos ocultos enterrados al fondo de la memoria. Y hoy, lo que está en decadencia es el sistema que aplastó aquel espacio colectivo. Y quién sabe si, bajo todos aquellos escombros, el corazón okupa de Iruñea sigue latiendo, siquiera débilmente, a la espera de otra oportunidad.