Pello Guerra

Los sanfermines de «Fiesta»

El domingo 6 de julio a las doce del mediodía explotó la fiesta. No hay otra forma de expresarlo». Esta frase, que da comienzo al capítulo 15 de “Fiesta”, ha sido repetida hasta la saciedad, ya que recoge de una manera simple pero muy gráfica lo que sucede en Iruñea cuando estalla el txupinazo. Su autor, el escritor estadounidense Ernest Hemingway, fue uno de esos visitantes de los sanfermines que se quedó embelesado por las fiestas por antonomasia de Euskal Herria, hasta el punto de recoger esas experiencias en su primera novela, en la que condensaba los momentos que más le habían llamado la atención en las tres visitas que había realizado hasta entonces a Iruñea durante sus festejos principales.

Imagen del Riau Riau de 1925
Imagen del Riau Riau de 1925

A escasas fechas de cumplir 24 años, Hemingway recaló por primera vez en los sanfermines. Fue en 1923 y por entonces era corresponsal en París del semanario “The Toronto Star Weekly”. Se presentó en Iruñea dentro de un viaje que estaba realizando por el Estado español para conocer las corridas de toros con el objeto de publicar un reportaje sobre este tema en la citada publicación. Llegó la noche del 6 de julio a la plaza del Castillo en compañía de su esposa embarazada y así comenzó un vínculo con las fiestas que le llevaría a repetir viaje cada año entre 1924 y 1927, entre 1929 y 1931, y ya como escritor afamado en 1953 y 1959. Para completar sus vínculos sanfermineros, fue enterrado el 7 de julio de 1961, cinco días después de quitarse la vida en su casa de Idaho y con la capital navarra recordando la inconfundible imagen del escritor que dio renombre mundial a sus fiestas.

Según el historiador José María Iribarren, fue en su visita de 1925 cuando Hemingway recaló en Iruñea con la intención de «escribir una novela larga, donde, junto al ambiente de París, se refleje la alegría de los sanfermines y el mundo de los toros y los toreros». La visita  de ese año fue trascendental para el periodista, «porque el estudio que hará de nuestras fiestas le servirá para componer la segunda mitad de una novela que será la más leída de los años treinta y cuarenta, y que le proporcionará fama mundial: ‘Fiesta’».



¿Pero qué sanfermines describe Hemingway en “Fiesta”? La obra, que en esencia no deja de ser un culebrón por los amores y desamores de sus personajes, torero incluido, se publicó en el año 1926 y está enmarcada en una pequeña ciudad de 35.000 habitantes. Mucho han cambiado los sanfermines desde entonces, pero leyendo los pasajes más centrados en esos mágicos días de julio en Iruñea, resultan perfectamente reconocibles numerosos actos y momentos, ya que, salvando las evidentes distancias, se siguen celebrando como cuando los vio por primera vez el escritor y periodista.

«Los campesinos rondaban por las tabernas colindantes. Bebían preparándose para la fiesta. Habían llegado poco antes de los llanos, de la cuenca y de los montes (…). El día del comienzo de la fiesta de San Fermín llevaban desde primera hora de la mañana de ronda por las tabernas de las callejuelas. Al bajar a las calles por la mañana, camino de la misa en la catedral, les oí cantar a través de las puertas de los establecimientos», una descripción que encaja bastante bien con el ambiente que se vive en Iruñea un 6 de julio.



Txupinazo en la plaza del Castillo. En los años 20 del siglo pasado, el cohete se lanzaba desde la plaza del Castillo y no desde el edificio del Ayuntamiento, como en la actualidad. Por ese motivo, Hemingway comenta que «antes de que el camarero (probablemente del café Iruña) me trajese la copa, el cohete anunciador de la fiesta voló por los aires en la plaza. Con el estallido se formó una humareda gris en lo alto, por encima del Teatro Gayarre, al otro lado de la plaza (entonces ese edificio se encontraba en el actual comienzo de la avenida Carlos III, a la altura de Diputación). Para el momento en que estalló el segundo de los cohetes se había apiñado tal cantidad de gente en los soportales, vacíos casi del todo pocos minutos antes, que el camarero, a duras penas pudo desplazarse entre la muchedumbre para llegar a nuestra mesa».

Los presentes en el arranque festivo bailaban al compás de las primeras músicas sanfermineras, tal y como se hace hoy en día, ya que «en la plaza entraba la gente a raudales por todas las calles afluentes. Por la calle se oían acercarse las flautas (txistus) y las gaitas al compás de los tamboriles. Tocaban la música del riau-riau, tras ellos bailaban a la par que avanzaban los hombres y los chiquillos».

A esa cita no podían faltar las primeras peñas sanfermines. A una de ellas la describe Hemingway formando «una especie de conjunto, y todos llevaban blusas azules de obreros y pañuelos rojos al cuello, aparte de llevar una gran pancarta sujeta por dos palos. Con ellos bailaba la pancarta a medida que llegaron rodeados por la multitud. ‘¡Viva el vino! ¡Vivan los forasteros y todos los pamploneses!’, rezaba la pancarta». Hoy los mensajes de las pancartas peñeras son bastante más sofisticados, pero las famosas telas ya estaban entonces presentes en las fiestas, al igual que el blusón distintivo y el típico pañuelo sanferminero.

En relación a la tarde del día 6, el escritor hace una descripción del desaparecido Riau-riau al señalar que «San Fermín fue trasladado de una iglesia a otra. En la procesión figuraban todos los altos dignatarios de la ciudad, civiles y religiosos. No pudimos llegar a verlos, pues el gentío era compacto. Al frente de la procesión, al igual que tras ella, iban los que bailaban el riau-riau».

En la marcha a vísperas estaban presentes los gigantes. A Hemigway le llamaron poderosamente la atención los reyes americanos, ya que los describe como «indios propios de una vitola de un puro», aunque también hace referencia a los gigantes «moros, un rey y una reina a la usanza europea, que bailaban y giraban sobre sí mismos, muy solemnes, al compás del riau-riau».



Encierro a las 6:00. Al día siguiente se adentra en el primer encierro de las fiestas, que no comenzaba a las 8.00 de la mañana como ahora, sino dos horas antes, a las 6.00. El evento le pilló al protagonista de la novela todavía durmiendo, ya que «cuando desperté fue por el estallido del cohete que anunciaba la suelta de los toros desde los corrales ya casi en las afueras de la ciudad». Tras asomarse al balcón de la habitación de su hotel, observa cómo «la calle estrecha estaba desierta. Todos los balcones estaban atestados de gente. De pronto por la calle apareció una muchedumbre. Corrían todos muy juntos. Pasaron de largo y subieron la calle hacia la plaza de toros; tras ellos aparecieron otros hombres que corrían más deprisa y, al final, algunos que se habían quedado atrás y que corrían como alma que lleva el diablo. A sus espaldas apenas quedaba un trecho libre, pues de inmediato aparecieron los toros al galope, meneando la cabeza de arriba abajo (...). Nada más perderlos de vista oí un griterío denso y continuado desde la plaza de toros. Por fin oí el estallido del cohete que indicaba que los toros habían pasado de largo, dejando a la gente de la plaza a ambos lados, para entrar en los toriles».

En un segundo encierro que describe, comenta que «el trecho que iba desde el extremo de la ciudad hasta la plaza de toros estaba embarrado». Como en la actualidad, «el gentío se apiñaba a uno y otro lado del vallado que conducía a la plaza; las balconadas exteriores y los tendidos de la plaza también estaban repletos».

Otra escena del mismo encierro que detalla también tiene cierto sabor contemporáneo, ya que añade que «la policía despejaba el camino formado entre las dos vallas, obligando a quitarse a la gente de en medio». Por si fuera poco paralelismo con tiempos más recientes, «un borracho resbaló y cayó. Dos policías lo aferraron y lo pasaron por encima del vallado». Aunque, como ahora, se procuraba alejar a la gente bebida del encierro, no resultaba fácil controlar al personal más “desatado”, ya que, al ver llegar a los toros, «otro borracho quiso bajar de la valla con una blusa en las manos. Quería dar unos capotazos a los toros. Los dos policías saltaron la valla, lo sujetaron con fuerza, uno le asestó un porrazo y lo arrastraron contra el vallado, donde quedó aplastado a medida que los últimos corredores y los toros pasaban de largo». Como se puede apreciar, ni cien años son capaces de cambiar ciertos comportamientos.

Para completar la estampa del encierro, en su obra, Hemingway también recoge la muerte de un corredor al ser corneado por un astado. «Uno (de los toros) se adelantó unos pasos (a la manada), pilló a uno de los hombres que corrían delante por la espalda, lo empitonó y lo levantó por los aires. Al hombre se le quedaron los brazos a los lados y la cabeza atrás en el momento de la cornada, y el toro lo levantó en vilo antes de dejarlo caer. El toro aún alcanzó a otro corredor, pero este desapareció entre el gentío (…). El hombre que fue corneado yacía boca abajo en el barrizal pisoteado. La gente saltó el vallado y ya no pude ver al hombre, pues se apiñaron en derredor».

Más adelante, el escritor asegura que el fallecido se llamaba Vicente Gironés, de 28 años, casado y con dos hijos, y que era de cerca de Tafalla, donde poseía una granja. Lo cierto es que en el listado de fallecidos en el encierro desde 1922 que se maneja no figura ese nombre. Tal vez Hemingway se tomó una licencia literaria y cambió la verdadera identidad de un muerto en el encierro que realmente pudo ver en persona en sus primeras visitas sanfermineras. Se trataría de Esteban Domeño Laborra, de 22 años y vecino de Zangoza, que falleció treinta horas después de haber sido empitonado por un toro en el tramo de Telefónica el 13 de julio de 1924. Algo parecido ocurre con el toro que da muerte al corredor. En “Fiesta” se señala que «se llamaba Bocanegra, era el número 118 de la ganadería de Sánchez Tabernero». En el nombre del hierro también se tomó otra licencia, ya que en 1923 se lidiaron toros de Antonio Pérez Tabernero.

El propio Hemingway experimentó la sensación de correr el encierro. En 1924, participó en la carrera de los días 7 y 8 junto a su amigo Donald Ogden Stewart. A continuación, ambos participaron en la suelta de vaquillas, en donde una de ellas tiró a Stewart patas arriba. Hemingway corrió en socorro de su amigo y trató de sujetar a la vaca por los cuernos, pero esta le cogió y le revolcó. Ni corto ni perezoso, el escritor dio a la agencia United Press la noticia de que ambos habían sido corneados por un toro, información que fue publicada por “The Toronto Star” a primeros de agosto.



La salida de las peñas y los fuegos. En otro pasaje de “Fiesta”, Ernest Hemingway hace referencia a la salida de las peñas después de la corrida de toros en una estampa muy similar a lo que se puede ver hoy en día. Según desgrana, «fuera del ruedo, terminada la corrida, era imposible moverse entre la muchedumbre. No pudimos avanzar salvo al ritmo del gentío, despacio, como un glaciar, de vuelta a la ciudad (…). Resonaban los tamboriles y la música de las gaitas era penetrante; por doquier, la multitud se abría para dejar sitio a los que bailaban. También estos bailaban muy apiñados, de modo que no se podía ver su complicado juego de pies. Tan solo se veían las cabezas y los hombros subir y bajar, subir y bajar».
Con la caída de la noche, llegaba el momento de los fuegos artificiales, que no eran lanzados desde la Ciudadela como en la actualidad, sino desde la misma plaza del Castillo. De esa tarea se encargaba «Don Manuel Orquito, rey de los fuegos artificiales». Se ponían los artefactos pirotécnicos sobre una tarima y, al caer la noche, Orquito prendía fuego a los denominados “globos iluminados” «valiéndose de una vara», pero no tenía suerte, ya que «el viento se los derribaba todos», de tal manera que «caían entre la multitud con toda su complejidad y correteaban por el suelo, chisporroteaban y estallaban entre las piernas de la gente. Se oían gritos cada vez que se desviaba el globo de papel luminoso, que enseguida ardía y caía en picado».

Blusas negras y cánticos. Con los sanfermines en pleno apogeo, más personas iban llegando a la ciudad en autocares y automóviles llamando la atención por sus «ropas de sport» frente a las blusas negras de los navarros, algunos de los cuales lucían «ristras de ajos blancos colgadas del cuello». Entre los que se desplazaban a la capital, destacaba la llegada continua de «grandes automóviles de San Sebastián y de Biarritz, que aparcaban alrededor de la plaza (del Castillo)».

Iruñea seguía su ritmo festivo habitual con las barracas junto a la plaza de toros, con la «gente de buen ver, vestida con elegancia, paseando en el paseo de Sarasate» y los «hombres almorzando» en locales llenos de humo y donde «corría la bebida y abundaban las canciones». Los mozos, «agarrados a las mesas con ambas manos, o bien cogidos del hombro, entonaban sus cánticos con voces enronquecidas». La comida «era buena, igual que el vino», aunque uno de los personajes de la novela se decanta por otras opciones hasta que pierde el sentido «de tanto beber Anís del Mono». La ingesta de alcohol hace que el protagonista de “Fiesta” señale que «todas las cosas que sucedieron solo podrían haber ocurrido durante una fiesta. Al final se volvió todo un tanto irreal y dio la sensación de que nada pudiera tener la menor consecuencia. Pensar en consecuencias de cualquier clase parecía algo absolutamente fuera de lugar» en los siete días que entonces duraban los sanfermines, frente a los nueve actuales.

Como se puede apreciar, las fiestas de Iruñea han evolucionado en los cien años que prácticamente han pasado desde que Hemingway escribió estas líneas, pero algunos de sus actos no parecen haber sufrido cambios sustanciales en este último siglo. Tal vez por ese motivo resulta comprensible que “Fiesta” siga teniendo tanto predicamento entre todos esos extranjeros que se acercan a los sanfermines con la famosa novela debajo del brazo y tras la estela de una leyenda festiva que, en mayor o menor medida, termina haciéndose realidad.